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Lo Más Importante de las Cosas Menos Importantes: Fútbol, Identidad y Esperanza Colectiva
Cuando se dice que el fútbol es “lo más importante de las cosas menos importantes”, no se trata de una contradicción, sino de una verdad profunda. Más allá de los goles, las tácticas o los estadios llenos, este deporte posee una capacidad única de condensar los anhelos, las frustraciones y la identidad de pueblos enteros. La reciente clasificación de Bolivia al repechaje para el Mundial y la posibilidad de que otras naciones lleguen por primera vez a la máxima cita del fútbol no solo representa una hazaña deportiva; es, sobre todo, un fenómeno de repercusión social, cultural y hasta política.
Para Bolivia, un país históricamente marginado en el escenario futbolístico internacional, alcanzar el repechaje no es solo un logro técnico, sino una afirmación de posibilidad. En medio de tensiones internas, desigualdad estructural y desafíos económicos persistentes, el hecho de que once jugadores en una cancha puedan hacer soñar a una nación entera, habla del profundo simbolismo que encierra el deporte. No se trata solo de “ir al Mundial”; se trata de sentirse visto, de tener voz, de pertenecer a un escenario global donde tantas veces se ha estado ausente.
Pero Bolivia no está sola. Hay países que nunca han clasificado a una Copa del Mundo y que hoy están más cerca que nunca. Para estas naciones, muchas de ellas con poca proyección internacional, la clasificación sería una carta de presentación ante el mundo. El fútbol, en estos casos, actúa como una vitrina que puede cambiar percepciones, abrir puertas y generar un sentido de unidad nacional que pocas otras cosas logran producir con tanta eficacia.
Lo que se juega en estos partidos no es solo el resultado de 90 minutos. Se juegan años de trabajo silencioso, luchas sociales invisibilizadas, identidades culturales subestimadas. Se juega también el derecho a soñar. Porque un Mundial no transforma mágicamente la realidad de un país, pero sí puede alterar su estado de ánimo colectivo, reforzar el tejido social y generar momentos de comunión que, en tiempos de fragmentación, son profundamente valiosos.
Además, estos logros deportivos permiten que los países más pequeños o menos favorecidos se sientan parte de una narrativa global. Una clasificación histórica puede motivar inversiones, mejorar infraestructuras, revalorizar la cultura nacional y elevar la autoestima colectiva. La visibilidad internacional no solo beneficia al fútbol, sino que puede abrir puertas en el turismo, la diplomacia cultural y el reconocimiento simbólico.
Lo que el fútbol ofrece, en estos casos, es una narrativa de posibilidad. Y en un mundo atravesado por crisis, polarizaciones e incertidumbres, esa narrativa tiene un valor incalculable. Cuando una nación escucha su himno en un Mundial, no solo lo hacen los jugadores; lo hace el migrante que vive lejos, el niño que juega en una cancha de tierra, el anciano que aún recuerda hazañas pasadas. El fútbol, en estos momentos, se convierte en un espejo donde la sociedad se reconoce y se reencuentra.
Por eso, cuando Bolivia alcanza un repechaje o cuando una pequeña nación acaricia su primer Mundial, no estamos presenciando solo un evento deportivo. Estamos viendo cómo una sociedad encuentra una excusa legítima para creer en sí misma. Y en ese acto de fe colectiva, reside gran parte de la importancia de estas “cosas menos importantes” que, en el fondo, siempre han sido esenciales.